CAPÍTULO III
Todo el castillo estaba en calma, alguno de los hombres se había quedado dormitando en los bancos del comedor frente a las abundantes brasas donde se había cocinado la carne, otros estaban totalmente borrachos en sus camastros, tan sólo el vigía de turno estaba en su puesto, por supuesto sobrio, por haber sacado la paja más corta en el sorteo anterior a la cena.
Me acerqué hasta la muralla con un pellejo de vino y le convidé tranquilizándole por lo cercano del amanecer y me ofrecí a relevarle cuando despuntara el alba. Su puesto se orientaba al sur, en la otra punta de la fortaleza, lejos de donde se encontraba mi objetivo, pero no podía dejar que por un despiste me descubriera rondando a la prisionera de la torre oscura.
Pasé por la nave donde dormíamos los soldados y recogí el saco con la cuerda antes de dar un paseo por las almenas y comprobar que nadie andaba despierto. Por fin llegué a la puerta de la torre y descorrí el cerrojo despacio, cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y llamé muy quedo a mi amada, al no oír respuesta subí despacio, sin luz, a tientas. Volví a llamar desde la primera planta y tampoco obtuve respuesta, cuando me acostumbré a la suave luz de la luna vi la escalera que subía al dormitorio. Llegué susurrando su nombre a cada crujido de la madera hasta la cama donde descansaba la fruta prohibida. Durante un tiempo me quedé inmóvil, admirado por su belleza, luego, sin pensarlo, me acerqué a la chimenea para remover las brasas y avivar el fuego poniendo algunas ramas secas y un tronco hasta conseguir suficiente llama como para calentarme.
Ella se había incorporado y blandía un puñal hacia mi, cuando me di la vuelta y me reconoció lo dejó sobre la cama y se levantó para abrazarme. Bajo el camisón noté la dureza del cinturón de metal que aprisionaba su sexo para evitar el contacto con otros hombres en ausencia del conde. Nos besamos con ansia y me preguntó por las vendas de mi brazo, le tranquilicé y le expliqué mis planes, aprobó la ropa de hombre y me prometió arreglarla para ajustar su talla.
Bajé a por la escalera de mano y abrí la trampilla del techo, busqué al vigía pero no vi movimiento en su puesto, subí un tronco recio y largo para atar la cuerda y encajarlo entre dos almenas, luego descolgué la cuerda para comprobar si era lo bastante larga, pero faltaban algunos metros para llegar al suelo del bosque. Tras recoger la cuerda en el saco volvimos a dejarlo todo como estaba y escondimos el saco entre las ropas del arcón.
Ella se despojó de su camisón y me deslumbró con su pálida belleza, con la cabeza gacha su pelo caía entre sus senos que apuntaban a mis ojos. Sus manos tapaban el odioso artefacto de metal que parecía un embozo de armadura. Se quedó esperando a que me acercara y me dejó tocarle, yo me fui calentando mientras amasaba sus pechos y le hablé del loco deseo que me quemaba por dentro, entonces hizo algo que me sorprendió, se arrodilló ante mi y abriendo mis ropas llegó a tocarme con tal delicadeza que cerré los ojos mientras sentía su lengua, sus labios y toda su garganta abrazándome y abrasándome, lamiendo y chupando, mordiendo y rozando mientras sus dedos jugueteaban entre mis piernas y me agarraban aveces como hacemos los hombres para aliviarnos en soledad. Fue aumentando la intensidad y la velocidad de sus caricias hasta que me sacó el alma por fin en un temblor que casi me tira al suelo. Se había tragado mi esencia y me miraba desde abajo sonriendo por mi cara de asombro y de gozo. Me contó que aunque joven ya era viuda de dos nobles y que cuando la raptaron iba de camino a casarse con un castellano en una nueva alianza de intereses de su familia. También me dijo que lo que había hecho era normal en su país aunque yo no había oído hablar nunca a los hombres de ese arte de amor.
Nos abrazamos de pie frente al fuego y al tocar su cinturón encontré la rendija delantera lo suficientemente amplia para meter mi dedo meñique haciendo que ella se estremeciera de gusto, se dio la vuelta apoyando su espalda en mi pecho mientras sujetaba mi mano en su dulce abertura, luego se colgó de mi cuello con ambas manos estirando su cuerpo casi de puntillas mientras yo jugaba con su pelo bajo el metal, me cogió la mano para llevársela a la boca y mojó mi dedo para volver a ponerlo en un punto donde sentía gran placer y me apliqué con suaves caricias mientras ronroneaba como una gata, mi otra mano estrujaba su trasero y ella me clavaba las uñas en el cuello. En un momento empezó a temblar y se soltó de mi cuello, me apartó la mano despacio y se dio la vuelta para besarme con ternura diciendo algo en su idioma que no entendí.
Ya empezaba a clarear cuando nos despedimos con lágrimas de felicidad y le aseguré que cuidaría de ella con mi vida.
CONTINUARÁ
6 de diciembre de 2005
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