27 de noviembre de 2005

LA BELLA AZUFAIFA II

CAPÍTULO II
En la siguiente primavera partimos en algarada en apoyo del señor de los aliados del norte. Por primera vez lamenté salir de campaña a correr aventuras y ganar mi parte de los botines de guerra. Por aquel entonces deseaba realizar alguna hazaña que me facilitara ser armado caballero.

A las tres semanas de nuestra partida fui herido en el brazo derecho en el asedio de una ciudad que se resistió hasta que abrimos una brecha en sus murallas. Volví al castillo junto a otros seis compañeros, algunos heridos también, mientras que el resto de los guerreros de mi señor y el mismo apuraban el verano. Las jornadas de regreso junto a mi amada fueron un túnel de obsesión que me impidió disfrutar del inicio del verano. Antes de pasar a la cara sur de las altas montañas, cuando habíamos recorrido la mitad del camino de vuelta, nos cruzamos con un grupo de soldados del conde que iban a reforzar las posiciones ganadas a los rebeldes del norte.

En la comida de hermandad comentamos la campaña y las nuevas del castillo, les mostramos el botín que escoltábamos de vuelta y le pregunté a un joven campesino que ayudaba en las cocinas por la prisionera de la torre oscura. Más tranquilo por la noticia de su buena salud me informé de quien estaba al mando de la guarnición y al saber que era amigo mío sonreí. Realmente sólo quedaban tres guerreros de retén a la espera de nuestra llegada para guardar la fortaleza.

Esa noche me desperté sudando y con el sexo bañado en mi jugo esencial. Estaba soñando con mi amada en una fantasía que al despertar me sorprendió con una mezcla de horror y placer. Ella estaba atada a una viga del techo totalmente desnuda y rasurada como la vi en la mazmorra del castillo, vendada y amordazada, con las manos y pies totalmente separados, sólo estábamos ella y yo, y en mis manos un látigo de siete colas azotaba rítmicamente su cuerpo precioso perlado de sudor y agitado por espasmos de placer y de dolor.

En mi cabeza se agolpaban las sensaciones más dispares que he tenido nunca, me sentía excitado y extrañado de verme desnudo con el miembro erecto , la boca seca y las piernas temblorosas, la mano firme calculaba cada golpe para acertar en los lugares que más agitación producían a ese cuerpo maravilloso de ángel que estaba profanando como un perfecto demonio. La luz del fuego de la chimenea bailaba con su melena y alargaba nuestras sombras en una danza lenta y cadenciosa.

Cuando me cansé de azotarla le quité la mordaza y de sus labios resecos pude oír mi nombre y una súplica " hazme tuya". Estremecido por la pasión me arrodillé y lamí entre sus piernas separadas hasta sus labios húmedos y le hice temblar, gemir y gozar como nunca antes había conocido. Se desplomó, aflojando sus piernas, colgando su cuerpo de las cuerdas . Tomé sus pechos con ansia, los estrujé, chupé y mordí mientras mis manos bajaban por su cuerpo estremecido en un vendaval de caricias apresuradas que elevaron mi deseo.

Tras desatarle los pies de las argollas clavadas en el suelo elevé sus piernas entre mis brazos y la poseí con furor hasta despertarme en la cima del placer. Pasé el día confuso y me dejé envolver por el anhelo de volver a verla.

Atravesamos bosques y praderas en un ascenso cansino del puerto rodeado por cimas poderosas hacia el valle en dirección al sur...

Al día siguiente paramos en el hospital de peregrinos de la villa principal del reino donde nos lavaron y curaron a los heridos. Aproveché para comprar en el mercado ropas de talla pequeña
para hombre, la cuerda mas larga que encontré y lo guardé todo en un saco. Estaba decidido a intentar la fuga por la cara oeste de la torre.

La siguiente jornada cabalgamos relajados siempre hacia el sur bordeando la peña gris y los mallos rojos para llegar casi de noche al castillo del conde. Saludamos a la guarnición, menguada por la campaña en curso, entre alegres por las buenas nuevas y tristes por los amigos muertos en batalla. Pusimos el botín a buen recaudo y llevamos los caballos a las cuadras. Al dejar nuestros pertrechos aparté el saco con la ropa y la cuerda para llevarlo a la torre más tarde.

Luego, en la cena a base de cordero bien regado de vino rojo, pude comprobar que esa noche las guardias serían escasas pues la situación de paz en la zona y la condición de inexpugnable del castillo eran sumadas al vino consumido con generosidad por todos los hombres del conde.
Como la herida de mi brazo me impedía afrontar con éxito mis planes de escapada decidí aprovechar la ocasión para visitar el objeto de mis delirios, la razón de mi locura, mi amor.

CONTINUARÁ

22 de noviembre de 2005

LA BELLA AZUFAIFA

CAPÍTULO I

Al castillo del conde han traído una prisionera, se llama Azufaifa y es la más bella flor que ha llegado del frío norte. Sus facciones y su talle cumplirían los sueños mas ardientes del hombre mas exigente.

Fue raptada de una caravana con destino al vecino reino y tiene el porte de una princesa.
Ha sido encerrada en la torre oeste y no ha tardado ni un día en ser visitada por mi señor.
Al conde no le gusta que se le contradiga, si no obedece le aplicará castigos que doblegarán su orgullo hasta que haga todo lo que le ordene sin resistirse.

He conseguido hablar con una de las doncellas que le llevan la comida cuando me encontraba de guardia en la entrada de la torre oeste. Allí sólo hay un aposento de dos plantas que nadie usaba desde la última visita de nuestro rey hace casi dos años. Desde la entrada arranca una empinada escalera interior de piedra que llega a la primera planta para continuar en madera la subida al dormitorio con chimenea y suelo de madera. No hay ventanas hacia el patio del castillo, apenas unas rendijas cerradas con alabastro dan luz tamizada al interior. Desde el dormitorio se puede subir a las almenas con una escala de mano que se guarda en la planta inferior junto a la leña. La torre está asentada sobre la roca que duplica su altura, el castillo es prácticamente inexpugnable.
Me cuenta la fámula que esta dama es hermosa pero que siempre está triste por su mala suerte.
Cuando es llamada a la cámara secreta debe estar rasurada, lavada y vestida con una simple túnica que le oculta de las miradas obscenas de los siervos del castillo. Al salir de su celda, siempre de noche, le venda los ojos para que no conozca el camino por si quiere escapar, le amordaza, y le lleva con las manos atadas a través de pasadizos desiertos hasta la cripta excavada bajo la iglesia donde le obliga a ser su esclava sexual hasta que se harta de su cuerpo y la devuelve a su camarín exhausta y temblorosa.

Quien fuera el conde para disfrutar de esa piel blanca que no ha sido tocada por el sol, para estrujar esos pechos que recuerdo duros como el mármol y con unos grandes pezones que se elevan como torres enhiestas al ser azotados por sus manos duras y calientes. ¿Porqué tuve la ocasión de tocarla?

Ah! sus pechos, como desearía abarcarlos con mis manos y morderlos suavemente mientras ella se estremece de placer. No puedo dejar de pensar en ella desde que fui llamado para llevarla a su cuarto una noche de tormenta. Se había desmayado atada en el potro y me dejaron solo mientras la soltaba de los nudos que apretaban sus manos amoratadas y sus pies fríos.
No pude evitar la tentación de robarle un beso suave que me dejó su sabor a cereza y disfruté la sensación de rozar su piel dormida pero erizada por el frío y arañada por la pasión de los azotes propinados en el castigo.

Tal fue mi excitación que me arriesgué a ser juzgado por traición y la poseí allí mismo en un breve pero intenso momento de locura que se repite en mis sueños cada noche. Su cuerpo desmadejado se dejó acomodar para abrir sus labios a mi duro miembro que se disolvió en un éxtasis total.

Fue un momento después de mi placer cuando se abrieron sus ojos verdes que me miraron sorprendidos. No hubo tiempo de más pues se oyeron ruidos en la puerta y ella fingió seguir sin sentido. Su actitud me salvó la vida y me dio alas para sentirme aceptado. Tras el ruido llegó el escudero del conde quien me ordenó llevarla a la torre después de cubrirle con una manta.
Cargué con su cuerpo, mas liviano de lo que esperaba, feliz de mantener el contacto con sus formas memorizadas en un instante. Al llegar a la torre el escudero me indicó que la dejara sobre la cama y la tapara. Le pregunté si encendía la chimenea ya que refrescaba con la tormenta y me dejó encerrado con ella para volver más tarde.

En esos minutos que tardó en bajar a hablar con el conde perdí del todo el norte y abrazado a mi locura le juré sacarla de su prisión como si supiera cómo escapar de la torre oscura. Ella lloró de felicidad y yo de compasión y miedo por la suerte que nos esperaba si algo fallaba en el plan que estaba tramando mientras le besaba y frotaba las manos arrodillado ante mi diosa pálida.

Tuve que afanarme para encender el fuego antes de que volviera el escudero mientras ella me decía que se mataría si no la salvaba del dominio del conde antes del otoño.

CONTINUARÁ